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  • Foto del escritorLa espuma de los jueves / escritura creativa

Certamen de relato corto "el sombrajo" 2021

Actualizado: 3 oct 2021


EL SEGUNDO AZUL

Autora: María Morales


En primera línea de playa observo el cielo. Hoy las nubes manchan su azul como un trapo en el que se han limpiado los pinceles de las acuarelas blancas. Y el mar, salvo por las boyas de color naranja que dibujan un antinatural camino en el agua, es de un azul marino espeso. Sólido. Metálico.

También hay ruido, demasiado para mis nervios que, he descubierto, consigo serenar tras un baño en la ingravidez y un libro que aprieto entre manos y piernas como si fuera un salvavidas, como esas boyas que parecen mecerse cuando en realidad están luchando por librarse de la cuerda que las mantiene unidas. Yo lucho contra las cuerdas y el libro es mi ancla. Lucho contra el ruido y en esta lucha, que parece un simple vaivén, fijo la atención con fuerza en la chica de la orilla.

Va vestida de pies a cabeza con unos pantalones negros mojados hasta las rodillas, camisa blanca y amplia que le tapa los brazos bajo otra que, imagino, oculta el sujetador. Por último, un hijab negro y ligero le cubre por completo el pelo. Hay una familia musulmana a mi espalda. No es su familia. Los hombres comen sandía tumbados en sillas plegables mientras las mujeres, vestidas igual que la chica y a las que no atribuyo silla alguna, se afanan en barrer las toallas extendidas como alfombras de una jaima. Sus niños, he contado siete, son mi principal fuente de conflicto. Gritan, dan patadas a una pelota, se pelean entre ellos, se arrojan al agua. Dos veces he creído que ahogaban a uno pero siempre sale a flote. Me aceleran el pulso. Los padres ni caso. Poco puedo hacer, quizá lanzarles el libro y perderlo, he leído tres veces la misma página, por eso me concentro en la chica que sonríe. Eso llama mi atención. Que sonríe. No el hijab, no los pantalones largos, no las dos camisas que lleva puestas pese al calor. Habla por el móvil y sonríe. No le molestan los niños que corren a su alrededor incordiando. Ni los ve. Se agacha y con un dedo dibuja un corazón que fotografía antes de que se lo borren las olas. Es entonces cuando mira hacia atrás, hacia la familia del sombrajo, hacia mí que bajo rápida la cabeza para no incomodarla con mi atención, hacia atrás, al lugar desde el que ha venido y, después de lo que parece un suspiro de alivio, se quita el pañuelo.

La abundante melena larga, morena y rizada baila al compás salubre del mar. Es bella, está tranquila y enamorada. Cierra los ojos y estira los brazos, respira libertad. Hay tanta energía en el inesperado instante que me obligo a coger un poco prestada. Solo tengo que cerrar los ojos como ella e inspirar. Se aleja caminando y sonrío al distinguir su cabello suelto entre el resto de la gente. Por un segundo eterno y azul he podido, como ella, sentir la belleza, serenarme y amar.



KAFKIANO DE VERANO

Autor: Pedro Guchot


La encontré escondida tras una pata de nuestra nueva cómoda color nogal. Los de Ikea se ve que no han pensado que es el color perfecto de camuflaje para una cucaracha. O tal vez allí en Suecia las cucarachas son de otro color: altas, rubias y pálidas, como las suecas, cualquiera sabe.

No era raro que durante el verano apareciera alguno de esos bichos por la cocina o el baño del piso de abajo, pero nunca se habían atrevido a subir hasta los dormitorios del primero. Entre una mezcla de enfado y asco cogí una sandalia y me dispuse a estampar al insecto y retirarlo antes de que subiera mi mujer, que tiene más pánico que yo a estos dichosos excipientes del verano. La puñetera le dio la vuelta a la pata haciéndome imposible el golpe. Aún así, blandí a ciegas la sandalia, repartiendo a derecha e izquierda a ver si salía de su escondite. Y lo hizo. Lanzó una frenética huida a la descubierta hacia el armario, esquivando los zapatazos que, con más miedo que vergüenza, le lancé sin la precisión requerida. Así pues, se atrincheró el bicho tras el ropero y me ganó la primera batalla.

Pero yo no estaba dispuesto a perder la guerra, así que bajé en busca de armamento químico. El bote de “Matón” estaba casi vacío y lo había comprado en el chino, que es como comprarle armas a Tayikistán: no te extrañes si luego te sale el misil por la culata. Aún así, vacié lo que quedaba de bote por el bajo y los laterales del mueble y no me quedé a esperar. Me fui a dar un paseo, esperando que el veneno hiciera su labor. Ya retiraría el cadáver a la vuelta. Una hora más tarde, moví con gran esfuerzo y dolor de riñones el mamotrético mueble: encontré un gran stock de pelusas y una moneda de veinte céntimos, pero nada de bicho muerto o moviendo las patitas en agonía (que hay que ver cuánto tardan en morir las puñeteras). Vamos, que esa noche no iba a poder dormir, con la cosa de sentir en algún momento una cosita subiéndoseme a la pierna. Encima, como la quiero mucho, no le dije nada a mi mujer. Ya había bastante con un neurótico en casa. Cuando subió, su olfato de perro perdiguero le hizo arrugar la nariz y tuve que confesar que había echado insecticida, pero le juré que era solo como medida preventiva. No me creyó, así que cambié la mentira por otra y le confesé la desagradable visita, pero con el final feliz de haber levantado el cadáver.

En esas andábamos cuando mi niña de seis años, me llamó desde su cuarto. Estaba en su camita, preciosa con su pijama de estrellas. Tenía las manos cerradas una sobre otra.

— Mira mi nuevo amigo —dijo con la carita iluminada por la alegría—, se llama Gregorio.

Creo que me desmayé antes de que acabara de abrir las manos.



GUIÑOS LITERARIOS COMO FORMA DE APLAUDIR

Autor: José Luis Castellano


Me encanta Riscos del Castillo. Tiene el tamaño y población ideal para mi gusto, y además puedo pescar lorugas en el cercano río Oscuro. También he encontrado inspiración y condiciones adecuadas para escribir mis novelas, en una especie de simbiosis con el ambiente. Por eso vengo aquí desde hace años la primera quincena de julio, con mi pareja y nuestra hija.

Tengo buenas amistades, entre ellas Fermina, la alcaldesa. Me propuso presidir el jurado que concede cada verano los premios del Certamen Juvenil de Relatos. Así que este año he vuelto a finales de septiembre, pero ahora sin compañía.

Nos hemos reunido esta mañana para deliberar y decidir. En general tienen una calidad bastante aceptable, teniendo en cuenta la juventud de los participantes. A ello contribuye sin duda el entusiasmo y dedicación de Paula, concejala de Cultura, a través del taller de escritura de la biblioteca municipal.

En los miembros del jurado, todos vecinos del pueblo y algunos de ellos progenitores o parientes de los concursantes, he percibido un destacado nivel y experiencia para su cometido. Aunque los relatos se presentan bajo seudónimo, yo era el único que ignoraba la autoría de cada uno. Esto no me sorprende puesto que tanto quienes los escriben, dentro del amplio intervalo de edad que el selectivo “Juvenil” implica, como los miembros del jurado, repiten cada año. Pero los argumentos de más peso para adjudicar los premios no han sido los méritos literarios.

—A Jaime le vendría muy bien. Esta mañana comunicó a sus padres que ha dejado embarazada a una chica y están fatal —dijo Andrea, el bibliotecario, que mantiene orgulloso su nombre italiano, bromas aparte.

Ay, los preservativos, pensé al oírle. O se olvidan o se pasa de ellos. Claro, no es lo mismo. Espero que mi hija tomara nota cuando hablamos de eso hace tiempo.

—A Sandra le ayudaría a superar el trauma que el error de diagnóstico le ha ocasionado. Menos mal que no era desprendimiento de retina, como pensaron por antecedentes familiares, sino un simple… “nosequé” —dijo Ana, su tía.

—Pues a Samanta le quitaría en parte la pena de haber perdido a su perrito Yago —dijo su madre.

—Creo que se debería premiar a los gemelos Zimmer. No han ganado nunca con sus relatos compartidos y ya el año próximo no podrán participar, por la edad —dijo Encarna, la profesora de Lengua.

—¿Y tú qué opinas, desde el punto de vista literario? —me preguntó la alcaldesa directamente.

Iba a responder cuando irrumpió en la sala un ordenanza, dirigiéndose a mí para decirme que tenía una llamada urgente en el teléfono fijo de secretaría.

— ¿Por qué no contestas al móvil? Tienes que volver enseguida—me gritó mi pareja desde casa con un nerviosismo como nunca le había notado—. La niña me asegura que está embarazada. Parece que fue en Riscos, durante el último viaje en julio, pero no quiere decirme quien es el padre.

¡Se me cayeron los palos del sombrajo!



UN DÍA DE PLAYA

Autor: Ricardo Daza


A las diecisiete horas y diez minutos salí del apartamento. Subí corriendo la cuesta que llevaba al paseo marítimo temiendo llegar tarde. Mientras atravesaba un jardín solitario me bajé la mascarilla para respirar un poco mejor. Fueron solo unos instantes. Creí que nadie podría verme.

Al llegar a la playa el socorrista apuntó a mis ojos con el reconocedor y accedió a mi historial. Comprobó que era la hora concertada. En él constaba todo lo que necesitaba saber sobre mí. Lo examinó con detenimiento. Se detuvo en mi expediente de vacunación. Mientras tanto, yo espera intranquilo.

—Covid 19, novena pauta. Sarcos 25, tratamiento actualizado. Virosnea 31, quinta variante. Todo correcto. No debe usted olvidar que el próximo lunes se le administrará la tecera dosis de Lecvist 33.

Después señaló con el dedo un punto situado entre la amplia extensión de arena.

—Le corresponde el cuadrante 125 del sector 22.

Cuando emprendía la marcha volví a escuchar su voz detrás de mí.

—Un momento —dijo en tono severo—. Según el reconocedor, entre el punto de control 56 este y el 62 sur, se ha desprendido usted de la mascarilla. La penalización correspondiente se incorporará a su historial de modo inmediato. Ahora puede continuar.

Musité un lamento disimulado. No era conveniente acumular faltas en el historial.

Sin reponerme del contratiempo busqué el lugar que me había indicado. La marea estaba baja y en la arena se divisaba una multitud de cuadrículas de diferente tamaño. Como iba solo me correspondía una de las pequeñas.

Al llegar al lugar me quité el bañador. Desplegué la silla de lona y me senté a tomar el solo. Abrí un libro de la lista de lecturas permitidas y esperé leyendo a que llegase mi turno de baño.

A las dieciocho treinta y cinco anunciaron por megafonía mi número de cuadrante.

Caminé hacia el agua por un sendero estrecho que, en línea recta, se adentraba en la orilla. Estaba delimitado por postes de madera, enlazados con cintas de policía. No estaba permitido desviarse de esa ruta ni siquiera un centímetro, ni cruzarse con otos bañistas. Los tiempos estaban medidos para que eso no fuera necesario. Infringir las reglas podía acarrear consecuencias imprevisibles.

Fui caminando hacia la orilla. Antes de meterme en el agua miré a lo lejos, hacia el antiguo faro, desde donde se decía que vigilaban todos nuestros movimientos. Como entonces, aún se podía ironizar siempre que fuese de pensamiento, mientras seguía mis pasos por aquella senda obligada me sonreí pensando en cómo había cambiado el significado de la expresión "primera línea de playa".

A las diecinueve quince salí del agua. Los postes más cercanos a la orilla empezaban a ser derribados por el oleaje. A la mañana siguiente, con la bajamar, volverían a estar clavados en el mismo sitio.

Todo estaría dispuesto de nuevo para una apacible jornada de baño.



AQUEL VERANO

Autora: Cary Mellado



No hay nada más lindo

que lo que nunca he tenido.

Nada más amado

que lo que perdí.

(Serrat)

Aquel verano me enamoré como nunca más me ha vuelto a suceder. Ella era una chiquilla de casi quince años y yo ya tenía los dieciocho.

Solía tomarme un ron con cola al caer la tarde en un chiringuito de la playa. Un día llegué más tarde y vi como el bar se llenaba de adolescentes que, con permiso del dueño, ponían un tocadiscos y llevaban los discos de moda. Se tomaban sus refrescos, charlaban y bailaban.

Un chico del grupo, vecino mío, me presentó a la pandilla. Me divertí mucho. Y conocí a la chica más linda del mundo. Me encandiló desde el primer día.

Eran estudiantes y unos a otros se recomendaban o prestaban libros. Entré de lleno en ese juego pues era un lector empedernido y además, por mi edad y formación, había leído más que ellos y los embobaba con mis conocimientos. Yo presumía de ello.

La pandilla se reunía a las doce de la mañana en una parte de la playa, cerca del muelle, donde había un sombrajo de pescadores. Me lo dijo Lucía porque le gustaba que yo estuviera con ellos. Se adueñaban del lugar y allí charlaban y dejaban sus toallas mientras se bañaban. Después se despedían hasta la tarde el Bar Océano.

No tenía otra cosa que hacer. Estaba aburrido y sin amigos y decidí unirme en a esta pandilla en la que fui tan bien acogido.

Lucía y yo fuimos haciendo amistad. Paseábamos los dos antes de reunirnos con el resto de la pandilla en el bar. Sólo pensaba en ese rato de la tarde en que quedábamos para ver la puesta de sol. A ella le encantaba observar a Venus y a mí me encantaba observarla a ella. La miraba a los ojos y el estómago me daba la vuelta. Me derretía. Creo que ella sentía lo mismo. Esas miradas las llevo aún dentro de mi. No llegué ni a cogerle la mano. Ella, sin negarse, lo evitaba. Y a mí me volvía más loco.

Cuando terminó agosto, le dije que quería seguir viéndola. Le confesé que tenía novia y debía romper esa relación para poder salir con ella. Me dijo que no lo hiciera. No tenía ganas de atarse a nadie pues lo primero era seguir sus estudios.

Rompí con mi novia. Le escribí a Lucía varias cartas llenas de amor, cartas que ella no contestó.

La vi algunos veranos más pero sólo nos saludamos superficialmente. Yo la veía cada vez más mujer, más guapa y con más personalidad. Seguía enamorado de ella, aunque mi vida iba ya por otros amores, otros caminos.

Me he enamorado muchas veces. Pero ninguna mujer me ha hecho sentir la ilusión que tuve aquel verano. Aún la mirada de Lucía sigue iluminándome.



RETAZO A PEDALES DE MANUEL EL CONEJO

Autor: Jesús Gelo

Julio de 2011. Los viajeros han llegado hasta la Punta Gorda, un cabo que parece enfrentarse al mar Caribe, pero que solo se asoma a la gran bahía de Cienfuegos.

Han caminado desde el hotel hasta la Punta por el malecón, disfrutando del sol blanco del verano, padeciendo la humedad pegajosa de la isla. Por el camino se han posado sobre manos enormes en el parque de las Esculturas como si fueran liliputienses. En el mirador se han adormecido con el movimiento del agua.

Los viajeros regresan por el Paseo del Prado. Hay muchos triciclos aparcados y pocos turistas a los que acosar y los ciclistas se les ofrecen con insistencia para llevarlos de vuelta. Pero los viajeros prefieren andar.

Uno de los ciclistas los sigue. Es especialmente insistente.

Adónde van mih amigo. Loh llevo al hotel por unoh peso.

El viajero vino a la isla en busca de la Cuba revolucionaria, para conocerla en profundidad. Pero hace días que desistió de intentarlo. Han tratado de engañarlo las veces suficientes. Ha aceptado que para los isleños es solo un turista cargado de euros. Lo ha aceptado, aunque le duele.

El viajero mira al ciclista.

Mih amigo. Asepto peso, dolare o euro. Loh llevo por poco dinero.

El viajero logra ignorarlo hasta que percibe un ojo gris, un ojo opaco junto a otro castaño y vivo. Los viajeros deciden subir al triciclo, probar ese medio de transporte desconocido. Deciden confiar en el muchacho como si un tuerto pudiera ser más honrado que un vidente completo.

Manuel el Conejo me llaman.

La tarde se va hundiendo en el horizonte por la izquierda. El sol que se refleja en la bahía les deslumbra, colándose entre las casas del malecón.

Detrá dehtah casa vivo con mi familia.

El viajero mira con asombro sus ropas de pobre digno. Se sorprende de que pueda tener una casa a la orilla de la bahía.

Eh un sitio bello pa viví. Lo malo son los tifone.

Manuel el Conejo los conduce con un pedaleo cansino por la avenida.

Cuando hay tifone tenemo que desalojá lah casa, pero siempre alguien tiene que quedarse pa evitá que lah dehvalijen loh ladrone. Durante un tifón perdí el oho. Un loro entró disparao por la ventana rota y se estrelló en mi oho izquierdo.

El Conejo suda. Las gotas resbalan por su frente. Es delgado, mulato y fibroso.

Casi eh lo mejó que me ha pasao porque, por la pena, soy el taxista mah solicitao del Paseo. Mi cara seria es ahora mah triste con el ojo asulao.

Manuel el Conejo les deja en el parque José Martí y les cobra lo acordado.

Esa noche, en la habitación del hotel, el viajero escribe en su diario el encuentro con el Conejo. Quizá lo haga para no olvidarlo. Quizá por si más adelante lo convierte en personaje literario. O quizá para recordar que encontró un taxista honrado a pedales en Cienfuegos, Cuba.


TRIBULACIÓN

Autora: Carmen Robles


Muchos años después, sentada en la terraza de un bar, Julia, habría de recordar aquella noche remota en la que Pablo le regaló su primer beso, el solo hecho de recordarlo hizo que un escalofrío le recorriera la piel. Valehermoso, era entonces una urbanización de la costa gaditana que vivía de los bulliciosos e insomnes turistas sevillanos y hervía cada verano con la burbujeante actividad de sus visitantes y de todos aquellos que llegaban para trabajar durante dos o tres meses. Después, a partir de octubre, la zona se convertía en una villa fantasma con la única banda sonora de las suaves olas acariciando la orilla.

Era un verano de calor bochornoso y de nervios adolescentes. Fueron treinta días de vacaciones, pero en aquel tiempo sintió que dejaba de ser una niña y algunos de los acontecimientos se quedaron grabados en su memoria para siempre. Sus padres alquilaban cada verano aquel apartamento y cada primero de agosto se repetía el mismo patrón: los recién llegados se buscaban en la piscina o en la playa o en el chiringuito, cuando se veían, se saludaban y apreciaban enseguida los cambios que los últimos once meses habían producido en aquellos cuerpos efervescentes. A veces, se estrenaban peinados, se presumía de ropa de marca, muchos luchaban contra el acné. Aquel verano fue diferente, especial, inolvidable.

Veinticinco años después, todas las mesas de los bares a estaban llenas. Algunos esperaban de pie a que alguien decidiera levantarse e irse. Las cervezas viajaban de las barras a las mesas a bordo de bandejas, las raciones de jamón desaparecían con rapidez. El recuerdo de Pablo había llegado súbitamente, tras escuchar a alguien hablar sobre un joven que se había ahogado la noche anterior. Aquel chico le regaló el primer roce de unos labios, el deseo, perder el apetito, amar, el desamor y la muerte de cerca.

Le vino a la memoria los últimos días de aquel verano de 1996, hubo varias noches en las que apenas pudo dormir. Por aquel entonces, la noticia sacudió la urbanización con violencia, un chico de 15 años que había salido a nadar al mar de madrugada, quizás con alguna cerveza de más, había vuelto a la orilla al amanecer arrastrado por las olas. Los mayores del lugar contaron que aquella zona antiguamente se conocía como la playa de la tribulación, porque según la leyenda era lugar habitual de celebración de aquelarres, orgías de brujas, demonios, sacrificios humanos y que allí habían sido enterrados descendientes de la mismísima Medea, sacerdotisa y hechicera de la mitología griega.

Decían que la propia Medea, bruja inmortal, volvía para llevarse el alma de alguien que hubiera hecho sufrir injustamente a una mujer. ¿habría tenido algo que ver en aquel suceso, el hecho de que Pablo besara a más chicas en el mismo lugar donde le prometió amor eterno? Aquella duda le perseguía el resto de sus días.



UNA PROPOSICIÓN CON VISTAS

Autora: Araceli Míguez


Tiré su cuerpo por encima de la barandilla. Se estrelló contra las rocas y el mar, quizás se llevaría su cuerpo muy lejos. Entre tantos golpes, pasaría inadvertido el que le causó la muerte. Le aticé con todas mis fuerzas en la nuca cuando me dio la espalda, después de haberme escupido aquellas hirientes palabras que martillean mi cerebro hasta machacarlo. No he podido reprimir mi ira, le he golpeado con el telescopio tan fuerte que el sonido metálico ha retumbado durante varios segundos. Su bronceado cuerpo de Adonis y su sonrisa perfecta llamaban la atención de todas las féminas surferas pero yo supe que guardaba un secreto y sospeché desde la primera clase en la que se empeñaba en rozar sus rizos mojados por mi cara con la excusa de enseñarme a mantener el equilibrio en la tabla. Él se arrimaba a mí con cualquier excusa y provocaba el roce de nuestros cuerpos de manera continuada hasta el punto de hacer brotar en mi interior una cálida ola que contrarrestaba la frialdad de las marinas. Después de varios días de aprendizaje en los que mi pelea con el traje de neopreno estaba asegurada y tragar agua a espuertas, el bello monitor me citó una noche en un mirador a más de cincuenta metros sobre el mar, alejado de la zona de bares y restaurantes playeros para contemplar las estrellas con su telescopio. Cuando llegué, él ya había colocado el gran cilindro sobre un trípode y me esperaba con una copa de cava en la mano en el banco de piedra en forma de semicírculo que bordeaba el espacio. Me sirvió una copa y acercó sus labios a mi oreja susurrando que podríamos pasarlo muy bien, que disfrutaríamos de una noche de deseo y desenfreno y que sólo me costaría trescientos euros.Lo miré con cara de asombro y le dije que nunca pagaría por tener sexo, a lo que él respondió con cara de asco:

—¡No creo que alguien tenga estómago para follarte gratis, gordo!

Después sólo oí el sonido de las bravas olas que chocaban contra las rocas.


GIN TÓNICA

Autora: Pía Alliende


El índice de calidad del aire había llegado a 153 y en mi móvil veía como nuestro pueblo adquiría un color vinoso muy alejado del verde aceptable. Los cuarenta grados al sol me animaron a ponerme un vestido quizás demasiado juvenil para la fiesta veraniega de mi amiga Penélope. Mis hombros desnudos, sin ningún bronceado fascinante, mostraban unos pechos que intentaba imaginar sensuales levantándolos con elásticos firmes y almohadillas. Este verano nuestra única alternativa era emborracharnos aunque no bebiéramos.

Penélope había trabajado en un bar por lo que era experta en cócteles. Cuando llegamos a su casa, la terraza estaba abarrotada de gente, respirando el humo de los incendios, el sudor del atardecer y fingiendo que la pandemia se había terminado. Miré con estupor al darme cuenta que, como siempre, no conocía a nadie. Doy vueltas desamparada a mi alrededor hasta que mis ojos se cruzan con los de una mujer con la que había trabajado hacía seis meses y que no reconocí sin el cubrebocas. Comenzamos uno de esos diálogos simbióticos que se entablan entre una persona que no sabe con quien hablar a la que se le pega como lapa una que tiene ese aliento metálico que solo se adquiere después de varias copas de gin tónica. “Estaba en el supermercado cuando recibí una llamada de que mi casa estaba incendiándose”.

Yo abría los ojos cada vez más, pues era la tercera vez que me repetía la historia.

—Salí corriendo sin saber que pensar. Vi a Kevin encerrado en un coche, mientras su hermano rescataba al gato y al perro que seguían entre las llamas. Roberto había salvado a su hermano. ¿Te acuerdas de Roberto? Estuvo enamorado de tu hija desde quinto de primaria.

Mientras me habla le escribo un whatsapp a mi hija. ¿Te acuerdas de Roberto de la escuela primaria Los Maitencillos? Recibo un lacónico no.

Jessica vuelve a comenzar.

—Roberto salvó a su hermano y me ha prometido cuidarlo cuando yo me muera. Con el dinero del seguro ahora nos turnamos. Por eso me jubilé. Así puedo tener un respiro y viajar. Roberto se hará cargo de Kevin, me lo prometió.

Penélope me hace señas frenéticas desde el otro extremo de la terraza.

—Perdona a Jessica. Se pone muy pesada cuando bebe y el cuento de Roberto me parece una soberana estupidez. Mira tú que esclavizar a un hijo para que cuide al otro en vez de pagarle a una cuidadora.

Miro el cielo amarillo. Me dirijo a la cocina. Me zampo sin respirar el gin tónica que Jessica había dejado sin terminar antes de ir al baño a vomitar. Vaya veranito que nos esperaba.




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